La generación sin ayudas (a la vivienda)
La paradoja de tener estabilidad laboral y seguir compartiendo piso, o cómo las políticas de vivienda ignoran a los mayores de 35.
*Este post ha sido escrito en coordinación con Laura Camps, de Odio no llegar a fin de mes, donde podrás leer otro post muy necesario sobre este tema.
Desde muy pequeña siempre se me dijo que cuando fuera mayor y tuviera un trabajo podría vivir en la casa de mis sueños. Precisamente he soñado con ese lugar en muchos momentos de mi vida. Y fíjate ahora, con 43 años y aún no la he conseguido. Y no por falta de ganas, vivo de alquiler en un piso precioso, con mucha luz, amplio, en una zona cercana al centro y no debería tener queja. Pero a pesar de ser una gran privilegiada con un trabajo que adoro y con un buen sueldo, la renta que pago no me permite ahorrar y está muy por encima de la media de lo que pagaría hace algunos años. Porque ahora, en Málaga, es imposible alquilar un piso sola en una zona decente por menos de mil cien euros al mes; yo pago 1100 por vivir sola en un piso de dos habitaciones y 60 metros cuadrados cerca de la estación del AVE, y la media de la ciudad se cerró en 2024 con 1158 euros, en una ciudad cuyo salario medio casi no llega a los 20.000 euros anuales brutos. ¿Quién puede pagar eso?
Este sábado 5 de abril, una vez más (y ya van tres) en muchísimas ciudades españolas saldremos a las calles para reivindicar un acceso a la vivienda más justo, más sostenible, que se ajuste a las necesidades reales de la población y no a las de la economía o el turismo. Parece que el Gobierno ha ido tomando nota y tanto Comunidades Autónomas como el Ministerio de Vivienda han empezado a tomar cartas en el asunto, promoviendo ayudas en vivienda social y para jóvenes menores de 35 años. ¿Y cuál es el dilema, me dirás? Pues que los que somos mayores de treinta y cinco, también jóvenes, tenemos exactamente el mismo problema, incluso más agravado, que ellos. Hace tiempo que sobrevuela la misma pregunta recurrente entre conocidos, amigos y gente de redes sociales: ¿Y los milenials más mayores qué? ¿Y los que tenemos más de 40, o más de 35 no tenemos ese impedimento? Promover que los jóvenes puedan comprar o alquilar con ayudas es una gran idea, una grandísima y positiva solución. Pero, ¿qué sucede con esa generación que sufrió la crisis de 2008 y que ahora, casi en los cuarenta, o pasados los cuarenta, apenas pueden pagar alquiler y ni siquiera plantearse comprar? ¿Dónde están las ayudas para los mayores de 35? No, nuestra vida no está encaminada como la de nuestros padres por mucho que se empeñen en hacernos creer que fuimos esa generación triunfadora. Tenemos el mismo problema que los más jóvenes, pero se olvidan de nosotros. Siempre.
Hace unas semanas, hablando con Laura por Instagram sobre ese tema, ambas empezamos a pensar que, tal vez, debíamos hacer algo:
Así que hemos decidido cruzar newsletters, hablar seriamente del problema de la vivienda y del alquiler a partir de los 35 y compartir firma hoy en su Odio no llegar a fin de mes y Las Fatalistas. Puedes leer su post en su perfil:
Lo hemos escrito desde el amor, la rabia, la esperanza y la madurez de dos personas adultas con trabajo y familia. Porque si algo tenemos claro las dos es que la vivienda es un derecho con el que no se debería jugar. Y aquí nace nuestro humilde manifiesto:
+35xVivienda : porque las mayores de 35 también tenemos derecho a una vivienda.
Somos de una generación en la que el carnet joven terminaba a los 25. Después, lo alargaron a los 30, a los 35, no porque fuéramos más jóvenes sino porque la precariedad no se acababa nunca. Seguíamos dentro de ese calificativo mientras en la vida real no podíamos permitirnos ni una casa ni un hijo. Probablemente, una forma elegante de no responsabilizarse de esa generación que empezaba a crecer. Con 36, seguíamos sin casa, sin ahorros, con trabajos que apenas pagaban el alquiler. Eso sí, muchos descuentos para el teatro si eras menor de 35. Un gesto, una limosna. Un placebo. Y si te tirabas a la piscina y tenías un hijo, los malabares se multiplicaban. La media oficial de maternidad era de 32 años hace una década. Pero la mayoría de nuestras amigas son madres a partir de los 40, y ojo, no por elección, sino porque antes, era imposible económica y laboralmente.
Empezamos nuestras vidas laborales con la crisis de 2008. “No hay dinero”, nos decían. Nos pagaban mal. Aceptamos. Cuando la cosa empezó a mejorar subieron los alquileres, llegaron los pisos turísticos y, con ellos, la expulsión silenciosa de nuestros barrios. Nos mudamos más lejos. Algunas volvimos a nuestras ciudades y pueblos natales, rompiendo esos lazos sociales y de familia elegida, hasta casi no ver ni conocer a nadie. Hasta perder el centro. El centro de la ciudad. El centro de nuestra vida. Sin ahorros, sin ayudas, sin estabilidad, sin voz. Sin nada:
Somos la generación del cero
Cero ahorros.
Cero ayudas.
Cero posibilidad de hipotecarse.
Cero posibilidades de dejar de alquilar.
Cero propiedad.
Cero estabilidad.
Cero voz.
Y ahora que hemos captado tu atención, abramos algunos melones. El primero, cuando estábamos en los treinta y queríamos comprar o alquilar algo más grande, no había ayudas. Y si eras autónoma, la burocracia se complicaba aún más. A los treinta y medios, nos empezaron a expulsar de nuestros barrios. Y tampoco recibimos ayudas. Y ahora, a los cuarenta, convivimos con alquileres de 1300 euros y cuentas de ahorro vacías. Y damos las gracias porque, al menos, somos privilegiadas y contamos con una independencia económica y de hogar. Aunque eso suponga más de un tercio del sueldo en la renta mensual. Un dato que refleja la importancia de esto: somos 10,5 millones de "jóvenes" en este país. Lo dice el INE, no nosotras. 10,5 de 48 millones de habitantes que tiene España. Eso es un cuarto de la población total del país, y aun así, nadie nos incluye en la conversación, en el debate, en la promesa. Sí, estamos por encima del umbral de la pobreza, pero muy por debajo del de bienestar, atrapadas en una rueda de hámster que no se para.
Ahora que los hijos de quienes sí pudieron comprar una casa (o dos, esa segunda residencia de vacaciones) allá por la década de los 80 y 90, no pueden comprar la suya, se han empezado a alarmar. Ahora que sus hijos no pueden independizarse, de repente les preocupa el tema. “Qué suerte” es la frase que más sale de nuestras bocas cuando algún conocido se hipoteca. Como si fuera un capricho. Un lujo. Otro dato: los mayores de 65 años acumulan el 62% de las viviendas en propiedad, en contraposición a los nacidos entre 1980 y 1990 que apenas llegan a un tercio.
Pero si esta idea de vivienda más accesible es solo para los menores de 35, ¿qué pasa entonces con el resto? Si el derecho a la vivienda no es para todas, entonces se convierte en un privilegio. “Vivimos ya en una economía de herederos, no de trabajadores. Olvídate de tu carrera”, dice The Economist. Lo que marca la diferencia hoy sobre tu futuro no es tu esfuerzo, ni tu educación, ni tu trabajo o tu éxito laboral, es si tienes una propiedad o no. Esta es la nueva línea divisoria entre clases. Y en un país de propietarios, como España, donde se ha inculcado esa idea desde mediados de siglo XX y donde el 80% de la riqueza es vivienda, quedarse fuera de ello es una condena. Porque, admitámoslo, si no tienes un piso, tu alquiler estará pagando la hipoteca de otro.
Vivir de alquiler. O intentarlo.
Una ciudad no es solo un skyline. Ni el eslogan de una oficina de turismo; una ciudad es un lugar donde vivir. No es donde pasar un tiempo o visitar. Ni sobrevivir. Vivir. Las dos vivimos en ciudades totalmente gentrificadas y reconvertidas en parques de atracciones para el turismo (Laura en Barcelona, Eva en Málaga), ciudades que son ejemplo en el resto de Europa —y el mundo— de todo lo que está mal. Situaciones que nos hacen sentir inquilinas incómodas en nuestras propias urbes, con un ojo siempre en Idealista y otro en la cuenta del banco para llegar bien a fin de mes. Convirtiendo el alquiler de viviendas en un deporte de alto riesgo. En Barcelona, barrios enteros han mutado para dar paso a pisos turísticos que valen más por noche que por mes. En Málaga, lo mismo. Zonas que antes eran de estudiantes, de trabajadores, de vida de barrio, se han convertido en decorados de Airbnb, con candados y códigos en las puertas y propietarios que nunca aparecen. Mientras tanto, desde los balcones de los nuevos hoteles, se hace turismo con vistas a una postal que ya no es nuestra. Y tú, con 39 o 43 sigues compartiendo piso o buscando milagros inmobiliarios que duren más de once meses. Sigues pensando si esta será la última mudanza del año o si volverás a hacer cajas en unos meses porque no sabes si, cuando tengas que renovar el contrato, tu casero preferirá alquilarlo como alojamiento turístico.
Las ayudas para vivienda se anuncian en mayúsculas, pero cuando lees la letra pequeña descubres que tienes dos problemas: uno, que tienes más de 35. Dos, que trabajas. Como si eso fuera suficiente. Como si tener un trabajo y pagar impuestos te colocaran en una burbuja de privilegio donde ya no necesitas nada. Y lo más grave: como si haber cumplido 36 (o más) te sacara automáticamente del concepto de juventud y te convirtiera en una adulta que ya debería “tener su vida resuelta”. Spoiler: no la tenemos. Trabajas, cobras, pagas y de nuevo vuelta a empezar. Pero los sueldos van por un lado y los alquileres van por otro, como dos trenes que nunca se cruzan. La idea es aún más perversa si lo piensas profundamente: aunque tengas un buen trabajo, aunque cobres bien, o no tengas hijos ni mascota, o esos caprichos mensuales los reduzcas, no puedes ahorrar, no puedes planificar. Casi no puedes respirar, porque la renta ahoga.
La vivienda ha dejado de ser un lugar donde vivir para convertirse en un negocio, una inversión, una apuesta. Y esa lógica especulativa ha colonizado nuestras decisiones vitales, porque planificamos nuestras vidas en base a eso que no tenemos, a eso que no heredamos, a eso que nunca poseímos. Somos una generación que ha sobrevivido al cambio de siglo, de reglas, a las crisis, a la economía sumergida, a las promesas de tener una carrera y un máster para triunfar en un mundo de meritocracia, a la maternidad tardía, a los sueldos congelados por la crisis económica, a los techos de cristal. Y ahora, ahora que llevamos décadas esperando, sería estupendo que nos tuvieran en cuenta, que nos dieran voz. Porque también tenemos derecho a esa vivienda digna. No pedimos milagros. Pedimos políticas que entiendan que tener 37, 41, 46 o 50 no significa haberlo conseguido todo. Que la adultez no garantiza estabilidad. Que no tener hijos no es egoísmo, que tenerlos no debería ser un lujo, y que vivir de alquiler (o en un piso compartido) con 45 no es una anomalía individual, sino el resultado de un sistema que no nos tiene en cuenta. Esta generación no quiere limosna ni descuentos simbólicos. Quiere dignidad, acceso, futuro. Porque somos millones y seguimos aquí. Sin ayudas, pero con memoria. Y con rabia. Lo único que pedimos es algo muy básico: vivir aquí. No más lejos. No a medias. No de paso.
Vivir.
Aquí.
Como cualquiera.
Somos toda una generación que nos sentimos así, a veces incluso con el sentimiento de culpa generado por hermanos más mayores, los últimos que consiguieron encontrar esa estabilidad. ¿Qué estábamos haciendo mal nosotros?
Somos los eternos jóvenes pasados los 40.
Bravo, totalmente identificada, nos han olvidado. Estamos en la franja en la que dan por hecho que deberías ser rico,y si no lo eres, culpa tuya. No podemos más.