El FOMO del detox digital: queremos desconectar de las redes, pero seguir conectados para compartirlo
Desconectar, sin desconectar del todo. Cómo hemos caído en el bucle del consumo de contenido e incluso pagamos por no usar pantallas.
Parece que en la cúspide del reinado del FOMO (fear of missing out) y de no querer ser invisible en redes sociales (si no lo enseñas es que no ha pasado) de repente nos estamos volviendo más racionales y consecuentes con la hiperconectividad y la vida digital. Es casi imposible no ver a una persona deslizando su dedo sobre la pantalla en el bus, en el metro o caminando por la calle. Seguramente, al meternos en la cama, lo último que miramos es Instagram o TikTok, corriendo el riesgo de caer en un bucle interminable de scroll entre trends, recetas y gatitos. Piensa en tu día a día: te despiertas y, antes de salir de la cama, abres X, ves las stories de tus amigos, revisas los últimos mensajes de WhatsApp y revisas el correo de primera hora. Y apenas son las ocho de la mañana. Que estamos saturados de información y contenido no es un secreto. Interrumpimos nuestra concentración cada cuatro minutos y podemos tardar hasta diez en recuperarla; no ejercitamos la memoria, dejamos que Google, Siri, Alexa o ChatGPT trabajen por nosotros.
No somos seres multitarea por defecto, pero vivimos en una sociedad que valida esta forma de vida e, incluso la premia. No estamos preparados para manejar el nivel de estímulos al que estamos expuestos hoy en día. Durante miles de años, los seres humanos vivieron en entornos donde la información era escasa y valiosa. Saber qué frutos eran venenosos o qué animales representaban una amenaza podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero hoy, en un solo minuto, recibimos más información de la que una persona del siglo XIX podría haber acumulado en toda su vida. El problema es que nuestro cerebro sigue funcionando con las mismas reglas biológicas. Cuando nos llega una avalancha de información, nuestro sistema nervioso reacciona como si estuviera enfrentando un peligro real. Esto nos genera estrés y nos lleva a un estado de alerta constante. ¿El resultado? Fatiga mental, falta de concentración y una sensación de agotamiento que no desaparece ni después de dormir. Y por eso no es de extrañar que estemos tan cansados; incluso, la palabra del año 2024, brain rot, respalda aún más la idea de ese burnout que sentimos continuamente. Vivimos, por tanto, en la Era del agotamiento digital. Un dato curioso: el 15% de los influencers europeos son españoles, según el estudio sobre Crecimiento de marca a través del Influencer marketing realizado por IAB Spain y Nielsen en 2022. Eso acerca mucho a cómo, sin querer queriendo, estamos metidos en esa rueda de hámster del consumo de contenido. La estrategia de la economía de la atención nos engancha, nos hace comprar compulsivamente en Temu después de haber visto un anuncio en Instagram, descargarnos esa app que tiene todo el mundo para retocar fotos con inteligencia artificial, o probar esa nueva red social que promete ser La Red y que pretende desbancar el mismísimo imperio de Meta.
Ahora todo es contenido
Todo lo que vemos en Internet es contenido. Todo lo que vemos en redes es contenido. Todo lo que vemos en streaming en Netflix y compañía es contenido. Todo lo que leemos en medios es contenido. Todo es ahora contenido. En algún momento nos perdimos por el camino y dejamos de hacer cosas por el placer de hacerlas. Viajar ya no es solo viajar, leer un libro ya no es solo leerlo, cocinar ya no es cocinar. Ahora todo tiene un propósito: ser contenido. Perdonad la redundancia de este párrafo, pero es así.
La voz ‘contenido’ se ha democratizado tanto que ha acabado perdiendo su valor. Forma parte de nuestro vocabulario como palabra comodín. Ahora no se hace información, música, vídeo, ilustración o fotografía, se hace contenido. Los comunicadores, periodistas, artistas nos hemos convertido en creadores de contenido y entramos en el mismo saco de los influencers. Si no lo publicas en redes, ¿ha pasado? Esto que parece un chiste es una verdad social grabada a fuego en nuestras retinas. Nos hemos acostumbrado a mirar la vida (la nuestra, la de otros, los voyeurs digitales) a través de una pantalla, a medir nuestras experiencias en likes y comentarios, convirtiéndonos en creadores de contenido involuntarios.
He buscado en la RAE para averiguar más sobre el término y encontrar un poco la luz al final del túnel:
adj. Que se conduce con moderación o templanza.
m. Cosa que se contiene dentro de otra.
m. Tabla de materias, a modo de índice.
m. En una obra literaria, tema o idea tratados, distintos de la elaboración formal.
Y en ninguna acepción se concreta el uso que le damos actualmente, precisamente porque viene del término anglosajón ‘content’ que, como muchos términos en los últimos años, es un anglicismo que hemos asimilado de manera natural. Es el propio diccionario Oxford el que arroja ese rayito de luz, definiéndolo como aquella información o material pensada para una web o red social.
¿Abusamos de esta palabra? Sin duda. Todo lo que hacemos parece estar condicionado por su potencial para ser contenido y, por tanto, ser consumido. Esto genera una paradoja: en lugar de ser más espontáneos, nos volvemos calculadores. Buscamos una vida natural y auténtica, incluso al mostrarla en redes, pero nos obsesionamos por cómo se ve en el móvil. Queremos compartir el momento perfecto aunque nos estemos perdiendo el momento real. Y pongo un ejemplo personal: hace poco, de vacaciones en Egipto, vi uno de los atardeceres en el río Nilo más bonitos de mi vida y quise capturarlo en un timelapse. Estaba tan concentrada en que saliera bien que no disfruté el ocaso, y al final, no lo grabé correctamente. Me sentí frustrada, pero no por no tener material para subir a mi Instagram, sino porque fui consciente de que me había perdido un momento único que probablemente no volveré a vivir.
La comercialización de la desconexión
En 2020, con el confinamiento y la pandemia de covid-19, la tecnología se convirtió en una compañera de piso más en nuestro día a día, la implementación del teletrabajo, las clases online y todo tipo de recursos y herramientas en Internet, han hecho que dependamos más de nuestros dispositivos, marcando desde el inicio de nuestra jornada, como despertador, a informarnos con la radio o el pódcast, decir si hemos dormido bien o caminado los pasos suficientes en un día… Desde entonces, han aumentado exponencialmente las búsquedas sobre desconexión digital llegando a crear en un negocio que mueve cientos de miles de euros cada año. Movimientos como el JOMO (Joy of missing out), en contraposición a ese miedo a perderse algo, llevan mucho tiempo circulando por nuestros muros de redes sociales. Un antídoto sencillo para airearte del scroll y disfrutar de esa ausencia tan necesaria. Pero esta felicidad de no-estar ha abierto la veda (como buena sociedad capitalista y consumista en la que vivimos) a comercializar con un bien que, en principio, es gratuito: el silencio. La industria de desintoxicarnos del algoritmo resulta tan rentable que con la premisa de desconectarte de la productividad y del espacio estresante que produce el día a día y la pantalla, ahora pagamos precisamente por un rato de silencio que, como decía Beatriz Serrano en El País, es el nuevo lujo, convirtiéndose en una experiencia para evitar el ruido (podríamos abrir otro melón con la palabra ‘experiencia’, lo sé).
El detox digital ya no es solo una recomendación para mejorar nuestra salud mental, sino un producto, una experiencia de lujo, una marca. Irónicamente, en nuestro intento por escapar del consumo digital, terminamos consumiendo más. Retiro espiritual sin pantallas, apps de mindfulness, cuadernos de papel para sustituir a Google Calendar e incluso hoteles que te cobran más por ‘desconectarte’ o no tener wifi en sus habitaciones. ¿Realmente estamos recuperando nuestra libertad digital o simplemente hemos creado otra forma de dependencia? Pero el problema va mucho más allá cuando esa desconexión se convierte en un privilegio que solo unos pocos pueden pagar.
Entonces, ¿cómo podemos realmente alejarnos del agotamiento digital sin caer en otra forma de consumo? La respuesta no está en pagar por la desconexión, sino en reaprender a usar la tecnología de forma más consciente. Hace unas semanas, hablé con Emilio Doménech sobre este tema para WATIF, junto a Delia Rodríguez y Ainhoa Garzol:
Pero viajemos un poco atrás en el tiempo para entender cómo ese aprendizaje lo estamos intentando implantar desde hace mucho. Hace unos años, cuando aún no estaba presente en nuestra conversación la saturación de contenidos, la aplicación Headspace salió como solución a nuestros males digitales, al menos a los de aquella época, convirtiéndose incluso en una serie interactiva en Netflix (2020) para ayudarnos con la ansiedad y el estrés diario. Un espacio digital donde respirar, presente en 190 países y con más de setenta millones de fieles usuarios. Una gran idea en la que, a posteriori, se han inspirado proyectos como Forest, que es el top uno en ventas de la App Store en la categoría de productividad. Una app que gamifica esos cinco minutos de descanso necesarios, en los que, curiosamente, utilizas el teléfono para crear un bosque; bloquea el uso del móvil durante unos minutos hasta que crecen los árboles y no puedes utilizarlo, por lo que ayuda a corregir esa dependencia que tenemos del móvil y de sentirnos conectados. Podemos hablar incluso de la terapia forestal, que nació en los años ochenta en Japón como solución al estrés que sufrían los trabajadores nipones y que ahora se ha convertido en una saludable tendencia de amor hacia la naturaleza y el aire libre. Solo tienes que pasear entre la arboleda un rato al día y voilà, desconexión asegurada. Estos ejemplos nos demuestran que siempre estamos buscando un espacio seguro, un refugio de la productividad y de la hiperconexión. Una salida a esa industria del detox que nos invade y nos distrae de lo importante y en la que nos han convencido de que necesitamos pagar para recuperar nuestra atención y, sobre todo nuestro tiempo.
La ironía es evidente: para escapar del mundo digital, nos ofrecen soluciones digitales. Para dejar de depender de las redes sociales, seguimos consumiendo contenidos sobre cómo hacerlo. Para encontrar paz, debemos pagar por ese retiro tan especial en Menorca. Pero la desconexión no debería ser un lujo ni una moda, sino un derecho accesible para todos. En realidad, no necesitamos una app, un retiro o un curso. Lo que necesitamos es recuperar nuestra autonomía sobre la tecnología, entender que el poder de elegir cuánto y cómo usamos lo digital está en nuestras manos. Tal vez la verdadera desintoxicación digital no sea dejar de usar pantallas, sino dejar de creer que las necesitamos.
Se siente realmente como un bucle, pero de a poco se va encontrando el equilibrio. En mi caso he dejado de compartir (taaanto) mi vida en Instagram, entonces cada vez que vuelvo tiene menos sentido. Me encantó este texto!
Se ha convertido en una adicción, y como tal, nos cuesta mantener el control sobre ella. La apps y los retiros, son entonces herramientas que nos ayudan a salir de ahí, pero luego vienen las recaídas. Creo que un cambio real solo se puede dar haciendonos un replanteamiento estructural como sociedad.